A primera vista, James Rhodes parece más un cantante de indie que un pianista clásico, una versión inglesa de Rivers Cuomo con gruesas gafas de pasta, barba de varios días y un saco desgarbado. Nadie pensaría que el pianista inglés, que cuenta en su historial con cinco discos en el mercado e innumerables conciertos alrededor del globo, ha tratado de acercar a Busoni, Bach, Chopin y Beethoven a un público moderno. A fuerza de historias, de su propia historia y de la tragedia personal de sus compositores favoritos, y frente a una multitud que quizás y esté más familiarizada con los sencillos siempre cambiantes del Top 40 que con los monumentos musicales sobre los que se ha edificado la cultura de occidente, Rhodes se basta de un piano y una memoria prodigiosa para cautivar auditorios atestados.
Probablemente esta primera impresión se deba al hecho de que nunca interpreta el piano ataviado de un acartonado smoking sino en jeans y tennis, por lo que el mundo clásico ha cerrado frente a él sus pretenciosas puertas, todavía convencido de una lógica excluyente que considera que la música clásica pertenece sólo a las altas y elegantes esferas de las élites, a las galas del Met o a las inauguraciones de una nueva ala del Guggenheim, el Prado o el Louvre. Nada más alejado del a realidad, nada más mezquino y repugnante que este desprecio que despierta la sociedad del monóculo, la misma que ha puesto a la música clásica una fecha de caducidad, pues debido a su esnobismo la gente pierde cada día más el interés en las portadas de álbumes con paisajes del romanticismo alemán o el rococó francés. Y, sin embargo, está Rhodes, un pájaro extraño que fuma desaforadamente y maldice y se ríe de las convenciones y reconoce públicamente que está roto, que algo le duele en el fondo del pecho.
A través un enfoque moderno, en el que el diálogo con la solemnidad borra la solemnidad de la cuarta pared, Rhodes logra revitalizar un género que quizás no tiene glamur en los días del trap, el EDM y el electro pop. En sus recitales de piano, al delgado intérprete le gusta contar por qué las composiciones que ha elegido lo conmueven, transmitir las historias detrás de las piezas que interpreta con elegancia y dominio a pesar de no haber recibido una formación clásica y, en general, construir un puente entre él y su audiencia a través la música que le salvó la vida. Y es que la vida de Rhodes ha estado signada por la tragedia del abuso sexual, el exceso de drogas y alcohol, las clínicas psiquiátricas y el dolor que lo ha llevado a atentar contra su integridad y el balance emocional y la paciencia de sus seres más querido. También es una vida que encontró sentido cuando se reencontró con su amor de toda la vida: la música clásica.
Celebrado a nivel mundial por su escabrosa y redentora autobiografía Instrumental de 2015, el músico y escritor se ha convertido en una celebridad, una suerte de rockstar del piano clásico. Antes de que decidiera narrar visceralmente los abusos que padecieron su cuerpo y mente, primero por un profesor de gimnasia y luego por él mismo, Rhodes ya se dejaba la piel en cada uno de sus conciertos, presentando las piezas que, en su peor momento, se convirtieron en una tabla de salvación para su afligido espíritu. Ahora, con todo el éxito que han supuesto sus revelaciones, y el estrés que esto conlleva en una psiquis ya de por sí nerviosa e inquieta, el pianista regresa a Bogotá para su segundo show en la capital de este año, presentando Fugas, su más reciente aventura editorial, un diario que ha llevado a lo largo de varios meses de gira en los que retrata sus neurosis y, cómo no, explica por qué la música clásica sigue siendo aquello que lo mantiene cuerdo. James Rhodes estará presentándose el 23 de noviembre en el Teatro Jorge Eliecer Gaitán.