El paraíso no tiene límites. En un mundo ideal, las músicas colindan sin agredirse en escenas siempre incluyentes y ávidas de conocer el mundo a través de los múltiples crisoles culturales de los ritmos. En el paraíso, quisiéramos creer, los oyentes de determinadas expresiones sonoras no entran en disputa con aquellos públicos que no comparten sus preferencias estéticas, pero que respetan a los individuos que les resultan diferentes pues al final todos somos humanos. Quizás ese sea el mensaje detrás de la presentación de la Tokyo Ska Paradise Orchestra, banda insigne de la movida ska asiática. Para ser una isla, Japón ha estado siempre conectado con lo que sucede alrededor del mundo, permitiendo que sus expresiones culturales se permeen de todo cuanto acaece en todo el globo. Para ser un país con una geografía tan pequeña, la tierra del Sol Naciente siempre ha demostrado una amplitud de mente enorme en lo que se refiere al sincretismo cultural.
Después de más de treinta años de carrera, la Tokyo Ska Paradise Orchestra llegó por primera vez a Colombia para afianzar lazos con uno de los territorios claves en la movida ska del continente latinoamericano. La presentación de la gigantesca orquesta corroboró el muy buen momento que vive el género en nuestro país gracias al esfuerzo de promotores y escuchas que lo han revitalizado a través de la programación de una agenda cultural importante en la que algunas de las bandas vitales de la movida nos visitan. Para una audiencia que creció con los Cadillacs y Los Elefantes, con La Mojiganga e Inspector, con Madness y Skampida, la edición de este Rock al Parque resultó en un disfrute maravilloso para un público que nos desfallece.
Aunque el acto de los asiáticos fue un punto álgido para el ska en Rock al Parque, lo cierto es que tres actos latinos contribuyeron a que la presencia de este género no pasara desapercibida para los asistentes. El domingo por la noche, mientras las Pussy Riot intentaban desbaratar toda la conciencia colectiva de lo que implica un concierto en vivo con una serie de estrategias retóricas más cercanas al arte performativo que a la música, Dancing Mood desde Argentina demostraba el poder de la música antillana con el cierre de la tarima del escenario Lago. La banda formada en Buenos Aires en el 2000 por iniciativa del trompetista Hugo Lobo presentó un espectáculo lleno de virtuosismo interpretativo, una elegante y sofisticada actuación en la que el ska, el reggae, el calipso y el rock steady se fundieron en un cálido abrazo que avasalló a la asistencia. Liderados por siete vientos, esta enorme empresa de 14 músicos se llevó el corazón de sus escuchas quienes a pesar de la jornada no dejaron de brincar en medio de la helada noche capitalina. Al final, reservados y agradecidos, la banda interpretó 10 cortes que se remontaron hasta 20 Minutos de 2001 (un álbum lleno de acentos colombianos que utiliza pistas como “La piragua”, “Festival en Guararé”, entre otros) hasta su último esfuerzo discográfico On the Good Road, de 2017. Las palabras sobraron, fue un pacto de miradas, poco hay que decir cuando la música sienta todas las bases de la negociación. Al final el intercambio fue justo: ellos se quedaron con nuestros corazones y nosotros con el recuerdo de una noche espectacular.
El lunes los ánimos estaban altos: Pennywise celebraría sus 30 años de existencia con su primer show en Colombia, cerrando la tarima principal con su explosiva muestra de talento punk. Entra la Mojiganga, icónica banda paisa que recogió el ánimo en alto que dejaba la presentación de los chilenos de Chico Trujillo y la dinamizó con su fusión de ska y punk pionera en el panorama musical del país. Aunque la banda presentó algunos problemas técnicos al principio de su presentación, el ensamble de siete piezas logró franquear todas las dificultades y presentó un show lleno de energía que puso al escenario Plaza a corear 23 años de canciones y recuerdos, una presentación impactante y precisa que llevó al punto de quiebre la resistencia de los cuerpos presentes, hinchando los pulmones para recuperar el aliento por sobre la polvorera que levantó uno de los pogos más enérgicos de la jornada. Cuando la banda se volcó sobre “Una noche más” la energía estaba a tope, la alegría en su punto máximo y los puños erguidos hacia el cielo soleado. La Mojiganga es una de las bandas más queridas en la escena capitalina y verlos volver a la tarima principal del Rock al Parque, tras ocho años de ausencia, fue una experiencia alentadora que nos recuerda el valor de honrar a todos esos actos patrios que han configurado nuestra escena.
Seguidamente la Tokyo Ska Paradise Orchestra se tomó el escenario Plaza para celebrar su regreso, por la puerta grande, a Colombia. Hacia menos de un año la dinámica banda japonesa se había presentado por vez primera en la capital bogotana. En dicha ocasión, en la tarima del Jorge Eliécer Gaitán, la banda había compartido tarima con La Furruska y Los Elefantes, permitiéndole a unos cientos de afortunados encontrarse con el poder atronador de una de las orquestas más impresionantes de la música contemporánea. Ahora, con un nuevo álbum a punto de estrenarse, la banda regresaba para poder a bailar a decenas de miles de escuchas que, lo quisieran o no, empezaron a brincar no bien la banda empezara a interpretar una fanfarria que versionaba la banda sonora de El padrino. Con apenas unos minutos en el escenario era evidente que esta sería una presentación histórica, un momento en el que fanáticos de todos los géneros podrían dejar las diferencias para conciliar en el ritual del baile, en una comunión plena que a nadie dejó indiferente de los más de cincuenta mil presentes que coincidían en el escenario principal del festival. Es cierto: en un principio los micrófonos fueron inútiles y la banda tuvo que improvisar con toda su pericia escénica para evitar que cualquier ápice de energía del público se desperdiciara. Sin embargo, una vez solucionadas las dificultades técnicas, la Tokyo fue un despliegue sin precedentes en la historia de Rock al Parque, una celebración de casi tres décadas de emocionantes composiciones. Ad portas del lanzamiento de un nuevo disco este viernes, el escenario Plaza sirvió como antesala idónea para preparar su próxima placa discográfica que seguramente será tan emocionante como su pasado esfuerzo, Paradise Has No Border, álbum que por primera vez los trajo al país.
Cerrando la puesta en escena del género, previa la presentación de Pennywise, Skampida celebró junto con la audiencia veinte años de historia en un horario que durante años se ha reservado a actos nacionales. El horario presentaba un todo o nada: dado que pronto el acto principal se tomaría la tarima es una oportunidad única que asusta a muchos. Diamante Eléctrico la tuvo muy difícil en 2015 previa la presentación de Sum 41 y Café Tacvba, en 2016 Burning Caravan logró levantar los ánimos antes de la actuación de Todos tus muertos y Suicidal Tendencies y, el año pasado, Los Makenzy lograron una presentación potente y dinámica que, sin embargo, se vio en parte eclipsada por la falta de difusión de su música: pese a la presencia de Radiónica como medio aliado del festival, lo cierto es que la gente consume música de muchas maneras. Skampida, por otro lado, y a diferencia de bandas tan recientes con plazas tan importantes, lleva ya veinte años de trasegar artístico y, dado el caso de que su música fuera desconocida para un asistente al festival, la energía que despliegan dos décadas de historias fueron suficientes para contagiar a la asistencia. La banda bogotana había presentado un show impactante cuatro años antes en el escenario mediano, pero ahora regresaba con hambre a plantear un show lleno de energía en el que las canciones de sus cuatro álbumes de estudio fueron coreadas a grito en coro por una plaza atestada de personas. Para cuando la banda presentó “Barreto”, el extraño corte de Inflammable en el que converge country, funk y ska, la asistencia en pleno estaba inmersa en un baile fraternal y alegre. Skampida confirmó por qué es uno de los proyectos más longevos de la escena del ska colombiano, una propuesta con peso que no tiene miedo de recorrer otros ritmos para diversificar su potencia escénica.
Con una presencia importante a cada una de las presentaciones en el pasado Rock al Parque, sumado al hecho de los actos que anteriormente nos han visitado, lo cierto es que este ritmo nacido en el seno de la Jamaica de finales de los cincuenta y que ha viajado por todo el mundo nutriéndose de colores locales y diversificando las múltiples posibilidades melódicas de sus composiciones. Este año nos visitó Bad Manners y, durante el Cosquín Rock, regresará Ska-P. Además, está la presentación memorable que realizaran Los Elefantes antes este mes como lanzamiento de su álbum Capitán Latinoamérica que contó con la presencia de Desorden Público e Inspector, dos de las bandas más importantes del ska latinoamericano. Lo cierto es que el género sigue vivo y vibrante en la era del trap y el reggaetón, que los artistas que han creado hitos en nuestra historia siguen presentes y vigentes y que, también, no hemos dejado de bailar un solo día el arrullo imponente que crean los vientos y las guitarras. Rock al Parque 2018 demostró que este ritmo respira y palpita, que seguirá siendo una de las alas principales de la música moderna y que, pese a llevar sesenta años en el ruedo, el ska no desfallece sino que encuentra el aliento entre el tumulto para seguir moviendo los pies, dando brincos y, sobre todo, celebrando.