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  • Por Ignacio Mayorga Alzate

Arrabalero conjuga dos mundos en “Sudoku”


Decir que la música de Arrabalero es difícil de digerir es ser un escucha mediocre, acostumbrado a las fórmulas radiales y a las letras plagadas de lugares comunes. Una cosa es cierta: su sonido escapa de toda definición como corresponde con los productos estéticos más interesantes. Lo mismo puede ir de la armonía precisa a un estallido brioso y explosivo. Sin embargo, una vez dejamos de lado las expectativas de escucha a las que estamos condicionados a fuerza del bombardeo ubicuo de músicas comerciales, el participar de Sudoku resulta un recorrido fascinante que explora siempre las aristas oscuras del corazón a través de la melancólica presencia vocal de Luisa Quiroga o las explosiones airadas de la banda en pleno en la segunda mitad del disco. La banda regentada por Juan Sebastián Aguilar (guitarra) es una amalgama de géneros que, antes que mutuamente excluyentes, se complementan para crear músicas de portentosa belleza, como nacen las gemas en las profundidades rocosas. Es un espacio en el que las entrañas colindan con los suspiros, en el que la violencia del fuego se entreteje con la tranquila esencia del aire.

Con el lanzamiento de Gris, blanco, negro la banda bogotana se hizo un lugar importante en la escena under local, llegando incluso a la tarima de Jazz al Parque y en este 2018 regresaron con Sudoku, un álbum que incorpora la muy necesaria presencia vocal y las habilidades en la guitarra de Luisa Quiroga, dueña de una voz cristalina y melancólica que es tan conmovedora como potente, lo que ha permitido que la banda explore en estas diez canciones nuevas sonoridades que amplían el espectro en el que pueden ubicarse. Fieles a su prerrogativa de reinventar constantemente su sonido, Arrabalero construyó un documento clave de las nuevas músicas locales, un punto fluctuante entre el nicho hermético del jazz y el rock alternativo de nuevos exponentes capitalinos. El resultado es refrescante y alentador para la escena, pues evidencia la avidez de una nueva camada de intérpretes de explorar y jugar con esta materia dúctil que es la música.

Sudoku está dividido en dos partes apropiadamente tituladas Lado A y Lado B. La primera parte es introspectiva, etérea, atmosférica y melancólica. Es aquí en que la adición de Quiroga a la alineación de la banda cobra sentido, pues en Lado A la guitarrista (también encargada de la dirección de arte de la banda) puede salpicar con su voz las composiciones invernales de esta primera etapa del disco. Lo de la música no es tanto una gimnasia como lo es un ballet vocal, una precisa puesta en escena en la que cada una de sus lánguidas notas se entreteje con un saxo que suena a una carta de despedida y una guitarra desalentada, como los viajeros irredentos que a fuerza de errar no encuentran en ningún lugar un hogar, que conmueve hasta el borde de las lágrimas. Tiene el valor efímero de los cerezos florecidos o de las luciérnagas en la noche de los bosques y es delicado y elegante como una escultura minimalista. La belleza de Lado A está en jugar a descifrar sus misterios, los hechizos que dan forma a estas elucubraciones, como los ruidos de fondo en su opus “Tierra” o el suspiro escondido en “Piel” que, entre capas, susurra “tiempo, tiempo, tiempo”, como un memento mori espectral. Si no está siendo parte de un juego onomatopéyico como en “No me cortes el bonsái” o en los coros de “Albaricoque” u “Otro lugar” en el que la palabra da paso al sonido mántrico, Quiroga va soltando unos poemas sobrecogedores (compuestos por ella a excepción de “Tierra”, cuya letra es autoría de Aguilar) que tienen la belleza del haiku y resultan oscuramente estimulantes. La guitarra de Aguilar está cómoda refrenada, intuyendo el raudo recorrido que sobrevendrá en Lado B, y Sebastián Portilla no tiene problema alguno en marcar el compás con destreza en la batería o en retraerse para acariciar apenas el bombo en los cortes más tranquilos.

Lado B, por otra parte, es el complemento explosivo al dulce juego de armonías del inicio del disco. En estas cinco canciones la banda lleva la experimentación musical más lejos, permitiendo que su sonido característico (pues siempre suena a Arrabalero) transite por las veredas del noise, el punk, el rock estrepitoso y el bebop clásico. Aquí los intérpretes demuestran sus virtudes, permitiendo que las notas se sobrepongan unas sobre otras sin esfuerzo aparente pues el bacanal rítmico parece más entretenido que académico. Sin embargo, detrás de este aparente caos se sobreviene un ruido milimétricamente construido. Cada nota ocupa un punto exacto que hace vibrar todo el resultado de la composición, como la ceniza, la tierra y las gotas que se adherían azarosamente a los lienzos monumentales de la etapa más reconocida de Pollock: todo está calculado, pero resulta abstractamente gratificante, como si se hubiese generado espontáneamente, de la nada. “Proserpina” inaugura esta cara del álbum (en sentido figurado, por supuesto) y resulta una suerte de punto de transición entre ambos sonidos, pues conserva el espíritu vocal de Lado A deconstruido hasta el balbuceo, pero nos introduce ya en una nueva estética explosiva y apabullante. El corte suena como la desolada ausencia de Ceres buscando a su hija escondida en el inframundo y Quiroga, a lo lejos, balbucea maniáticamente “invierno, invierno, invierno”. “Gofres” y “El punky” son atronadores dentro de la línea estética de la banda y se han convertido ya en momentos claves de sus presentaciones en vivo, dando paso a un pogo catártico que pone a vibrar las paredes.

Con Sudoku Arrabalero demuestra que es una de las bandas más sobresalientes de la música alternativa colombiana. Sus composiciones demuestran una minucia hasta el último detalle que, a pesar de lo racional de su armatoste, logra despertar un profundo sentimiento de empatía. A veces olvidamos que tras capas de pinturas hay un recorrido en grafito que daba forma a las figuras principales y que incluso los impresionistas, que aparentan tanta libertad en sus obras, hacían decenas de bosquejos que se traducían al óleo en un afán inacabable por entender el comportamiento de la luz. La factura de las composiciones de Arrabalero denota un conjunto absolutamente comprometido con su proyecto musical, un recorrido arduo por entre las partituras y una apuesta a ciegas por un talento que es evidente. Sin duda, uno de los mejores álbumes del año.


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