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Rock al Parque 2025 y cómo fallamos en contarlo 

  • Foto del escritor: Ignacio Mayorga Alzate
    Ignacio Mayorga Alzate
  • 28 jun
  • 6 Min. de lectura
Foografía: Juan Pablo Paredes
Foografía: Juan Pablo Paredes

Llevo casi una semana reflexionando sobre lo que pasó el puente pasado en el Simón Bolívar. Varios días tratando de entender el lugar desde el que hoy se enuncia la crítica musical para abordar fenómenos culturales complejos, más allá de lugares comunes que se han convertido en ubicuos a fuerza de repetirlos hasta el hartazgo. Quería escribir una crónica que no hable de la lluvia, que no alambicase las figuras retóricas hasta convertirlas en un garabato inaprensible de sentido, un documento respetuoso que cambiase la figura de autoridad por la del testigo, un escrito, en fin, que sirviera aún en el convulso ecosistema mediático del que somos herederos en la contemporaneidad. 


Y es que, a pesar de que año a año la práctica es análoga a ejercicios anteriores, cada edición tiene una particularidad que hay que estudiar, un insecto de colores propios al que hay que someter al estudio entomológico, a la observación detenida. Rock al Parque siempre es Rock al Parque y, por ello mismo, siempre se transforma, intenta reiventarse, adelantarse a lo que viene y ser custodio de lo que está sucediendo. Porque Rock al Parque es un balance continúo entre lo que ha sido, lo que es y lo que podría llegar a ser el panorama musical continental. Y no estamos contando esta historia. Así las cosas, vamos por partes.  


Para empezar a hablar de la edición de 2025 del más querido festival público de nuestra ciudad es imperativo, primero, señalar que este año el cambio de calendario complicó las cosas. Tras pandemia Rock al Parque había empezado a celebrarse al final del año, por lo que su regreso a la programación de la ciudad en el mes de junio supuso, naturalmente, menos tiempo para llenar la grilla de artistas, obligando a la organización a tomar decisiones aceleradas y, básicamente, coordinar lo mejor disponible en una ventana muy corta de tiempo.  

Fotografía: Juan Pablo Paredes
Fotografía: Juan Pablo Paredes

No fue el final del mundo. Bandas con una proyección estelar se presentaron durante tres días en distintos escenarios, demostrando sus virtudes artísticas pese el flagelo acostumbrado de la lluvia, de la que no hablaremos, para obviar facilismos. Black Pantera, de Brasil, cerró el escenario más pequeño el primer día con una poderosa y sofisticada descarga de groove y funk, concatenada con una sobrecogedora energía metalera que puso a brincar en portugués a la asistencia en pleno, por ejemplo. La programación fue elocuente a la luz de las circunstancias y se hizo mucho con poco: se presentó una agenda precisa de espectáculos plurales e incluyentes que, visto en retrospectiva, fue acertada y sobresaliente.

 

A la luz de lo anterior, y tomando como ejemplo el día del metal, es importante en este punto señalar la falta de rigor periodístico de los invitados de prensa al festival. Hemos insistido en anteriores reflexiones sobre la falta de preparación o rigor de los periodistas, hermanados en función a los influencers, aunque su línea profesional sea distinta. TikTok está plagado ahora de contenidos desenfocados, de preguntas ingenuas, de aseveraciones sin contexto, de comentarios desconectados de la historia cultural de nuestro país. “Aunque no haya headliner de renombre, el metalero y el punkero son sin duda uno de los mejores públicos”, decía una desafortunada publicación de El Enemigo sobre el primer día del festival y no sería impertinente preguntar “¿Renombre para quién?”.  Dismember, la banda que cerró el día de metal en el Escenario Plaza es considerada una de las “big four” suecas junto a Entombed, Grave y Unleashed, información que literalmente aparece en el primer párrafo de su descripción en Wikipedia, el primer lugar de consulta del usuario de Internet contemporáneo. La misma publicación comparaba a Piolín de Reencarnación con Eblis Álvarez de los Meridian Brothers. La necesidad de enunciar el parecido lejano todavía me elude. ¿La reflexión? Pandita: qué chimba el metal, qué viva el punk, qué bacanas las Polas.  


Y es que la prensa está para contrarrestar las opiniones ignorantes y criticar de forma informada. Dato mata relato, por tanto, es la obligación del comunicador prepararse para el cubrimiento con rigor, no para salir luego a quejarse de la enorme distancia entre la zona de prensa y el público, que es abismal, sin haber aprovechado el privilegio de estar ahí para contar una buena historia, para reflexionar críticamente de lo que sucedió en la jornada. El impacto de esta figura es evidente, por lo que es vergonzoso que el festival se convierta en un lugar para generar contenido efímero, volátil, al final irrelevante. ¿Nos cayó muy bien el tipo vestido de banano en el pogo de Yo no la tengo? Dato de color: a nadie le importa. 


Porque el festival se convierte en una excusa para la anécdota, desligándola del contexto, de lo que explica el hecho. Es hilarante ver a un banano dejándose el cuero entre botas y chamarras, pero ¿qué implica que estas prácticas, como la del disfraz, que están asociadas a una cultura de consumo de entretenimiento anglosajona, más cercana a Coachella que a cualquier festival de metal, empiecen a evidenciarse en nuestro ecosistema de lo público? Con grandes poderes vienen grandes responsabilidades, siendo la principal de ellas el rigor profesional en la construcción de narrativas que apoyen el proceso de construcción identitaria de las escenas divergentes en nuestro país.  

Por eso, el ejercicio por denunciar, de nuevo, la falta de paridad en el cartel resulta de nuevo intrascendente, toda vez que no dialoga con su contexto: ¿cuáles son las políticas públicas que propenden por el estrechamiento de la brecha entre actores de distintos géneros? ¿Hay un relevo generacional en los públicos femeninos? ¿En qué contribuye tener una tarima con enfoque diferencial en cada festival si no hay un proceso de formación, acompañamiento y profesionalización de la mujer música de rock colombiano? El ejercicio deviene en un gesto vacío de señalamiento: yo estoy bien, el aparato entero está equivocado. ¿Alguien se acercó a los curadores para tratar este particular o se quedaron en el público grabando a chicas haciendo su mejor esfuerzo por soltar un gutural para un contenido sobre las metaleras de Rock al Parque?  


¿Para qué seguimos concentrados en el árbol del bosque cuando el bosque explica precisamente la existencia del primero? Sin contexto, seguimos comprando ideas que no se sustentan con la evidencia. La prensa tiene que coordinar esfuerzos para salir del relato colorido, para evitar la falacia de evidencia anecdótica, para juzgar con pertinencia los espacios a los que es convocada. Debería, incluso, reflexionar sobre cómo su ejercicio profesional también informa la experiencia curatorial: Piel Camaleón, Urdaneta, Búha 2030, Yo no la tengo o Hermanos menores son todas bandas celebradas por el nuevo discurso de la prensa alternativa, inscribiéndose en una narrativa que ya va a cumplir diez años. Se ha cumplido en ese respecto y espacios como El Enemigo, principalmente, deberían celebrar el hecho de que han ayudado a construir la línea curatorial no sólo de lo privado, sino incidiendo también en lo público.  


¿Desde dónde, entonces, nos estamos parando? Ya estamos lejos del hito de “Bogotá, del putas Bogotá” de Elsa Riveros. Ya estamos lejos de hablar de cómo Rock al Parque se ha convertido en un rito de paso para las carreras de quienes se presentan en el festival. Sabemos que el festival está transformándose, somos testigos de los relevos generacionales, entendemos la importancia de darle un espacio al ska y al punk. Pero no decimos mucho más. Nos quedamos en lo evidente, en el enlace testigo de que allí estuvimos, en una nota de prensa que continúa insistiendo sobre verdades ya reveladas: que el metal es gigante en Colombia, que los pogos son rituales de unión y compromiso comunitario, que Polikarpa y sus viciosas es una banda que siempre toca ver. ¿Y luego? ¿Por no haber sido jóvenes durante la edad dorada del Teatro La Mamma no podemos hablar de K93 o Don Tetto? Podemos. No quisimos. 


Nosotros en 120dB Bogotá también nos equivocamos. Paramos a tomar cerveza durante la presentación de varias de las bandas nacionales, no presentamos a tiempo un artículo que cuestionaba desde una perspectiva ética la reincidencia de Búha 2030 y Herejía en el cartel apenas pudieron presentarse de nuevo a la convocatoria, evitamos la sala de prensa para tener un minuto de quince posibles con un artista al que no habíamos entrevistado. Pero quisimos ir más allá, quisimos buscar algo qué decir, darle más de media hora a una persona para que cuente la historia de cómo llegó a las tablas del Simón Bolívar. Y seguiremos. Seguiremos apostando por un periodismo lento e incómodo. Seguiremos aprendiendo de nuestros errores y evitaremos la condescendencia con nuestros colegas a quienes respetamos y admiramos. Seguiremos dando pata y lora sobre lo que nos gustó y lo que pudo mejorar. Seguiremos siendo molestos cuando lo amerite, no por la promesa de viralidad, que continúa escondiéndose de nosotros.  


Rock al Parque 2025 hizo más de lo que pudo con lo poco que tenía y se convirtió en una presentación memorable de resistencia, legado e inventiva. Quienes fallamos somos nosotros, los periodistas, pues se espera que digamos algo y decimos poco. Porque se intuye que sabemos contar la historia más allá de lo evidente y no lo hacemos. Porque, teniendo la oportunidad de acceder a un personaje público para compartir su historia de superación y esfuerzo, decidimos preguntarle tonterías: ¿cómo fue su primer Rock al Parque? ¿Qué significa para usted dejar de ser público para presentarse en el festival legendario? Nadie contestará que terrible. Nadie dirá que es lo peor que le ha pasado. La respuesta es obvia, la pregunta es mala. El resultado es contenido. Lo mismo que nada.  

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