Aguas Ardientes es un proyecto de chirrifolk y blues bogotano que lleva algún tiempo estremeciendo a la movida colombiana con sus delirantes historias. En 2017 la banda, que incorpora elementos del rock con acentos del sur de los Estados Unidos como el country o el hillbilly, presentó su primer sencillo “5 malparidos” y ahora, por fin, presentó su primer álbum después de haber estado por el circuito under de la movida capitalina, Guarever. Aunque ya conocíamos varias de las canciones que componen este esfuerzo de 12 cortes, lo cierto es que tras escuchar la obra en pleno es necesario reconocer que el proyecto bogotano ha presentado uno de los discos del año para la movida independiente colombiana. Con acentos prestados de ritmos foráneos y de géneros ampliamente trabajados en nuestra escena como lo es la cumbia, Aguas Ardientes ha producido un disco emocionante, irónico, dinámico y único que es, sin duda, uno de los productos más interesantes de lo que va del 2018.
Equivocadamente confundimos lo urbano con una paleta cromática de neón, con estribillos sencillos que incitan al sexo y con piques de carros de lujos en bodegas abandonas en las que, por alguna razón y pese al frío, una serie de mujeres con poca ropa coquetean con raperos disfrazados de matones de poca monta. Sin embargo, afirmar que Guarever es un álbum urbano no es desconcertante. Desde la canción que abre sus cincuenta minutos de música hasta la que lo cierra con un variopinto cóctel de urbanitas al final del disco, hay una preocupación por enunciar y reconocer a Bogotá en sus múltiples y coloridas permutaciones. A “Bogotá”, un himno de amor a la compleja metrópoli, le sigue “Yo vivo de noche”, un relato gris sobre un travesti que recorre las calles oscuras una vez cae la noche. “La balada del duende de Transmilenio”, “La piroba más bella” o “No hay luka” son todas canciones inmersas en la lógica de una ciudad compleja y llena de recovecos, de historias anónimas, de agentes sin rostro. “__Una más”, por otra parte, se convierte en un reclamo al machismo endémico de la lógica citadina (y por demás colombiana) en la que la mujer es un objeto discursivo atacado, pisoteado y poco valorado. Esta canción, uno de nuestros momentos favoritos del álbum, rompe con la ironía discursiva del álbum y le da una dimensión poderosa, demostrando que, ya sea a través del humor o el rechazo justificado, Aguas Ardientes tiene la habilidad de estudiar a los habitantes capitalinos y construir con ellos un compendio de historias potentes y muy interesantes.
No vale la pena complejizar mucho al respecto, pero si llamamos la atención sobre el valor urbano del disco es porque precisamente nos emociona poderosamente que la banda haya construido un retrato tan fiel de la ciudad valiéndose de músicas más bien asociadas con otras complejidades urbanas, como es country o el folk en espacios rurales de los Estados Unidos, siguiendo con el blues del Delta del Mississippi o con la cumbia de los territorios costeros colombianos. Más allá de que el álbum recoja una serie de sonidos que normalmente no vemos en las músicas locales, quizás en propuestas como la de Bestiärio pero no mucho más allá, lo emocionante es la manera en las que las ha organizado para crear una propuesta única y novedosa para hablar de una manera distinta de la ciudad en la que se han formado. En este sentido, más allá del banjo o la mandolina presente en la orquestación, es el violín de Estefanía Lopera la que le da una cohesión a Guarever, ubicándose en un lugar protagónico que se complementa de manera idónea con cada una de las demás partes del conjunto. El resultado es emocionante, potente y tiene un aura atemporal que ubica estos relatos urbanos en la lógica de momentos culturales anteriores, en otras formas de pensar la música.
Las letras, como la música, son dinámicas y divertidas, están plagadas de modismos locales y de lógicas discursivas muy propias del contexto bogotano y allí hay también una apuesta por el reconocer la ciudad, pues además de nuestros habitantes, la capital está compuesta por la manera con la que se aproxima al lenguaje. Javier Leonardo Fernández ha creado una serie de historias divertidísimas en las que su extrovertida personalidad brilla con luz propia en cada una de las herramientas que ha utilizado para enunciarlas, desde la cadencia de la cumbia (con la participación coral de la banda en pleno) en “No hay luka” hasta la muy blusera diatriba contra los Estados Unidos en “Fuck the U.S.A”. Todas las canciones son auténticas y emocionantes, no hay necesidad de forzar la imagen poética, ni una minucia por la metáfora compleja y ello le permite al álbum sentirse y espontáneo. El verdadero poder está en la riqueza interpretativa de cada uno de los músicos, todos ellos plenos en la manera como se complementan con sus instrumentos. Aguas Ardientes ha creado un álbum tremendamente versátil y musicalmente complejo que, sin embargo, no requiere de un esnobismo cultural para poder ser disfrutado de principio a fin.
Con Guarever Aguas Ardientes ha abierto la puerta para convertirse en una de las bandas más importantes de nuestras músicas independientes, demostrando, además, que se pueden crear grandes propuestas desde la honestidad y prescindiendo de Audiovisión o Gaira. Con el respeto que Manuel Turizo se merezca. El disco es potente, divertido, dinámico, trascendente. Como La rebelión de las ranas de Los Batracios, Las perolas de Motas de Los Elefantes o La 22 de 1280 Almas, Aguas Ardientes ha entrado en el gran cancionero bogotano con un retrato como ningún otro de esta ciudad convulsa, extraña, alucinante y nocturna. Seguramente seguirán siendo uno de los actos principales de la metrópoli y, si a Rock al Parque no le quedó claro el mensaje enunciado en “5 malparidos”, aquí lo repetimos: necesitamos ver a esta banda comiéndose las tarimas del Simón Bolívar. Jueputa.